— ¿Dónde preferís llevar a pacer vuestro rebaño? — preguntó alguien a un viejo pastor de vacas.
— Aquí, señor, donde la hierba no es ni demasiado grasa ni demasiado magra; de otro modo no va bien.
— ¿Por qué no? — preguntó el otro.
— ¿No oís desde el prado aquel grito sordo? — respondió el pastor —. Es el alcaraván, que en otros tiempos fue pastor; y también lo era la abubilla. Os contaré la historia.
El alcaraván guardaba su ganado en prados verdes y grasos en los que crecían las flores en profusión; por ello sus vacas se volvieron bravas y salvajes. En cambio, la abubilla las conducía a pacer a las altas montañas secas, donde el viento juega con la arena; por lo cual sus vacas enflaquecieron y no llegaron a desarrollarse. Cuando, al anochecer, los pastores entraban el ganado, el alcaraván no conseguía reunir sus vacas, pues eran petulantes y se le escapaban. Ya gritaba él: "¡Manchada, aquí!"; pero era inútil; no atendían a su llamada. Por su parte, la abubilla tampoco podía juntarlas, por lo débiles y extenuadas que se hallaban. "¡Up, up, up!," les gritaba; pero todo era en vano; seguían tumbadas en la arena. Esto sucede cuando no se procede con medida. Todavía hoy, aunque ya no guardan rebaños, gritan: el alcaraván, "¡Manchada, aquí!," y la abubilla. "¡Up, up, up!."
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